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EL PARAISO IMPERFECTO

El Enemigo

El Enemigo Andrés se escurrió entre los arbustos sigilosamente y le vio. El enemigo estaba escondido detrás de un árbol, y no se había dado cuenta de que él estaba situado a su espalda.

Andrés respiró hondo y apretó con fuerza la culata de su pistola. Caminó muy despacio, tratando de no hacer ruido al pisar la hierba. Cuando tuvo al enemigo a unos diez pasos de él, extendió el brazo y le apuntó con su arma. Sólo tenía que apretar el gatillo, pero… ¡Crack! Sus botas crujieron sobre la hierba y el enemigo se giró hacia él. Era más alto, lo cual era lógico pues era el mayor de los dos: tenía 10 años y Andrés sólo 8.

Los dos actuaron con rapidez.

“¡Bang, bang!”, gritó el enemigo. Un proyectil de plástico rematado en una ventosa pasó rozando junto al hombro de Andrés.

Y entonces disparó él.

Se oyó un ruido ensordecedor, un trueno seco y rasgado, y el enemigo cayó hacia atrás como si le hubieran dado un fuerte empujón. Tenía el pecho abierto y cubierto de sangre, y todo su cuerpo se sacudía entre espasmos. Parecía que unas manos invisibles le estuvieran haciendo cosquillas.

Se oyeron gritos. Muchos gritos. Empezaron a llegar los adultos que estaban al otro lado del jardín, los padres de todos los niños que habían acudido al cumpleaños de Andrés. Entre ellos, los padres del chico que yacía sobre la hierba sangrando como un animal abatido por un cazador. Cuando le vieron, tardaron en reaccionar. En sus rostros se mezclaba la incredulidad y el espanto.
“¡Una ambulancia!”, gritó alguien. “¡Se está desangrando!”

Mientras, el padre de Andrés se giró hacia su hijo y vio el arma aún humeante entre sus dedos. Muy despacio y con extrema cautela, se acercó a él.
“Esa pistola es de verdad, Andrés”, susurró intentando aparentar calma. “Déjala caer al suelo, anda.”
Andrés no apartaba la vista del enemigo, mirándolo con los ojos muy abiertos mientras contenía la respiración, pero dejó caer el arma sobre la hierba. En aquel momento llegó su madre. Como todos los demás, tardó unos segundos en entender lo que había pasado, y cuando al fin lo comprendió se llevó las manos al rostro.
“Te dije que guardaras el arma bajo llave”, le dijo a su marido. “Te dije que los niños podían cogerla… Por dios.”

Andrés seguía con la vista clavada en el enemigo y la expresión congelada. El enemigo ya no se movía.

“Está muerto”, dijo una voz en medio del caos. “El pobre chiquillo ha muerto.”

Alguien puso su chaqueta sobre el cuerpo del fallecido.

“¿Lo he matado?”, preguntó Andrés.

Su padre asintió.

“Entonces…”, dijo Andrés, “entonces… ¡he ganado!”

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