Blogia
EL PARAISO IMPERFECTO

Inmoviles

Inmoviles El marine caminaba solo. Se había adelantado a su pelotón para inspeccionar el terreno, y todo parecía en calma. Odiaba el paisaje de Vietnam. Era de un verde uniforme y pacífico, algo así como un paraíso envenenado.

Al remontar una colina la vio. Era una mujer de unos 30 años, y estaba de pie, inmóvil como una estatua. No echó a correr cuando le vio, algo sorprendente pues los vietnamitas solían eacabullirse en cuanto veían a un marine norteamericano. El soldado se acercó a ella extremando precauciones y mirando a su alrededor para comprobar que no era una trampa. Cuando estuvo lo bastante cerca, vio que la mujer estaba pálida. Le miraba muy fijamente, y bajo sus ojos se abrían dos surcos de lágrimas ya secas.

“Ven conmigo”, dijo el soldado. “Aquí pueden dispararte; hay soldados por todas partes.”
La mujer respondió algo en vietnamita deslizando lentamente las palabras entre sus labios.

“No puedes quedarte aquí”, insistió él. “Vamos.” Y dio un paso hacia ella extendiendo la mano como gesto de buena voluntad.
La mujer negó con la cabeza y su boca siguió goteando frases ininteligibles.

“Tranquila”, dijo el soldado mientras daba otro paso más. “¿Qué pasa? ¿No puedes moverte? No voy a hacerte nada.”

El marine dio un paso más hacia la mujer. Y entonces lo oyó. Sonó un click bajo sus pies, y desde luego aquel era el último sonido que quería oír. Bajó la mirada y comprobó que era cierto. Había pisado una mina antipersona y el peso de su cuerpo mantenía la espoleta de la bomba en su sitio. En cuanto levantara el pie, explotaría. Se le heló la sangre en las venas al darse cuenta de que ya estaba muerto. Sólo faltaban los trámites.

Unos pasos más allá, la mujer le dedicó una mirada de trágica complicidad y el marine se dio cuenta de lo que sucedía. Al bajar la vista hasta los pies de la vietnamita, vio que debajo asomaba la carcasa de otra mina. Los dos muertos vivientes se quedaron inmóviles unos minutos, mirándose el uno al otro en un funeral privado.
La mujer cerró los ojos con fuerza, lanzó una bocanada de aire y se echó a llorar. Dijo algo, pero el marine no la entendió. Entonces ella señaló el arma que el soldado llevaba colgando en bandolera. Y después señaló su propia cabeza. Prefería morir de un disparo rápido y certero que hacerse pedazos y sufrir una lenta agonía.

El marine asintió y apuntó su arma con todo el cuidado de que fue capaz.
“Lo siento”, murmuró. Abrió fuego y le acertó entre los ojos.

La mujer cayó desplomada y se hizo el silencio. Ese silencio tan erizado que se produce cuando una bomba no estalla.

A veces pasa. Algunas minas antipersona fallan. El marine gritó de rabia mientras veía cómo el cuerpo de la mujer se desangraba inutilmente sobre la hierba.

Sí, algunas minas fallan. En un campo minado puede fallar una, tal vez incluso dos. Es cuestión de suerte. El marine miró el cuerpo sin vida de aquella mujer y se preguntó si aquel sería su día de suerte o si sería el día más desafortunado de su vida.

Y levantó el pie.

0 comentarios